CRÍTICA DE LIBROS: “La suerte del enano” de César Pérez Gellida -585 Págs.

Sinopsis de Suma: Valladolid, 2019. Sara Robles es una inspectora singular. Encargada de resolver un macabro crimen, además tiene que lidiar con sus problemas cotidianos, estrechamente relacionados con la adicción al sexo y con un pasado que no termina de curar. Mientras tanto, El Espantapájaros, una misteriosa cabeza pensante, ha orquestado el robo perfecto junto a un exminero, un pocero y un sicario, y está a punto de llevarlo a cabo a través del alcantarillado de la ciudad.

*   *   *

Con mucha prevención y excesivo recelo comencé a leer a César Pérez Gellida. Mi aprensión venía dictada por el furor de los fans (gellidistas) de este escritor vallisoletano, los cuales aplauden la aparición de una novela de este autor como si fuera el oráculo y con exageradas alabanzas (como la de conocer profundamente Valladolid) que resuenan como un eco; uno de esos booms editoriales que me producen yuyu y de los que escapo como de la peste. Me parece un comportamiento más propio de futboleros que de lectores.

Incluso, al Gellida lo llaman “el puto amo de la serie negra”.

No quiero ser tiquismiquis, pero el título de la novela ya es como para dejar caer el libro. Se refiere a la suerte del enano que fue a cagar y se cagó en la mano. Expresión escatológica, que ––aclaro para gente joven–– sugiere atraer todos los males, ir de mal en peor.

Pérez Gellida es rimbombante, se gusta como un comunicador televisivo; y se enreda en juegos de palabras con su lenguaje rococó, de ornamentación excesiva. Dice “Mimbres de monaguillo frustrado” (ya me dirán qué diantres es eso); como cuando pone: “De los dos segundos que duró el cruce de miradas, a Sara le sobró uno para saber que tras esa forzada expresión compungida no había dolor”.

Permítanme que les adelante que, desde el principio, al sufrido lector le tocará aguantar una buena dosis de chorradas gratuitas (me piro, vampiro; hasta la vista, turista) que el autor pone en boca de los protagonistas.  O, por abundar más, la cantidad de datos banales que el autor incrusta en el relato: Una, “lo pensó justo en el momento de ajustarse el cinturón de seguridad de su Mini Cooper de segunda mano mientras estudiaba cancelar las dos visitas que tenía programadas esa mañana con una agente inmobiliaria”. Otras: en vez de “oído” dice “sistema auditivo”; en lugar de “vistazo” él pone “un primer barrido visual”. Para decirnos que un fulano tenía canas, el relamido Gellida necesita un folio: “apenas sobrevivían algunos focos de bruna resistencia de lo que un día fue un territorio de oscura frondosidad. La conquista canosa hacía tiempo que se había hecho con la totalidad de la cabeza” …

No puedo reprimir el deseo de copiarles el siguiente párrafo de escritor-narrador: “Su hipotálamo decretó a las glándulas suprarrenales la inyección masiva de adrenalina en el torrente sanguíneo y, gracias a la aceleración simultánea del ritmo cardíaco y respiratorio, consiguió aumentar la capacidad motora de su tren inferior con un único objetivo: alejarse del peligro”.

¿Por qué el ínclito Gellida no lo clava (en su propia jerga): “salió echando hostias?

Descripciones como la anterior se prodigan constantemente. Así nos enteramos que “una linterna causó la fractura del incisivo central izquierdo y la avulsión del incisivo central derecho”. La cita es del narrador, no la de un forense. Es inaudito. En vez de mirarse en Flaubert parece haberse inspirado en prospectos medicinales o facturas de odontólogo.

Aquí parece oportuno recordar que una importante característica de la “serie negra” es la de servirse de una escritura sutil y concisa, de una prosa rápida y cortante. Pérez Gellida dice que lo que él escribe es novela negra.

Pues qué bien.

Supongo que, influenciado por la oleada de series y pelis españolas (que prodigan tacos sin ton ni son, del orden de coño, tócate las pelotas, la madre que me parió), hace hablar con muchos tacos no sólo a los policías y demás personajes, sino que también lo hace el propio narrador: cabronazo, pedos, mierda, culo, cagada, puta, cojones, hostia… Incluso tiene un capítulo titulado “¡Hay que joderse!”.

El libro tiene infinidad de diálogos inadecuados, fuera de lugar y poco creíbles. Como este, en el alcantarillado, entre dos peones poceros:

–¿Cuánto dices que falta para empezar a subir?

No lo dije. Calculo que un par de metros como mucho.

Directamente: produce risa. Cuesta imaginar a dos trabajadores, en un colector de aguas negras, siendo tan falsamente minuciosos.

La narración es caótica porque nos lleva por demasiados derroteros y lugares. Está claro que la intención del autor es la de conseguir una novela de 600 páginas; para ello, introduce montones de nombres españoles larguísimos (Raimundo Trapiello Díaz, Carlos Antonio Belmonte Camargo), rusos (Nikita Chikalkin, Kumarin) de Oriente Medio (Samir Qabbani) y el lector se lía, innecesariamente, aún más.

Todas estas cosas producen sonrojo. Tal vez por deformación, el crítico vaticina que ese es el truco (y la inexistente corrección, exigible en una obra que se precie) para que la novela tenga casi seiscientas insufribles páginas. Solo resistí hasta la 300.

Pudiendo saborear a Luis Landero, José Avello y tantos otros soberbios escritores mi consejo sobre César Pérez Gellida no puede ser otro que:

¡HUYAN!

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