CRÍTICA DE LIBROS. Una flor en el fango: “La educación de un ladrón”, de Edward Bunker
Sinopsis: La rebeldía del joven
Edward Bunker, criado en hogares de acogida, escuelas militares y reformatorios
de los que continuamente escapaba, por su visceral rechazo a una autoridad a
menudo arbitraria, lo convirtió (con dieciséis años) en el preso más joven de
la tristemente célebre prisión de San Quintín. Ni un coeficiente intelectual
muy por encima de la media, ni la ayuda de Louise Wallis, esposa del magnate de
Hollywood Hal Wallis, lograron encauzar a un joven impulsivo fascinado por los
bajos fondos y la noche de Los Ángeles.
Solo su pasión
por la lectura ―durante los dieciocho años que pasó entre rejas leyó sin
descanso―, y su perseverancia en la escritura, acabaron apartándolo de una vida
destinada al crimen. Tras la publicación de su primera novela (la séptima que
había escrito, No hay bestia tan feroz) en 1973, Eddie Bunker ―el Señor Azul de “Reservoir Dogs”―
no volvería a pisar el duro cemento de una cárcel y se convertiría en un
escritor de culto en medio mundo; admirado por James Ellroy, William Styron,
Quentin Tarantino o Steve Buscemi. La educación de un ladrón es
el apasionante y sincero relato de una vida fuera de lo común, y de la ley, con
un final que el recluso A20284 nunca habría imaginado.
En esta autobiografía Edward Bunker nos asegura que su
apellido es una adaptación al inglés del original francés “Bon Coeur” (Buen corazón). Da mucho que pensar, porque cuando tenía
cinco añitos se escapó de un internado y, a los once años, esta joyita le clavó
un tenedor en un ojo a otro recluso.
En La educación de un ladrón,
publicada originalmente en 1999, seis años antes de su muerte a los 71, el que narra
su autobiografía no es aquél niño (cuya infancia, adolescencia y primera parte
de su edad adulta transcurrió entre fechorías, supervivencia entre familias de
acogida, paso por instituciones no demasiado aconsejables y las frías y crueles
rejas). Bunker desgrana
su vida sin rencor, con cierto arrepentimiento, con pasmosa serenidad y siempre
con una honestidad brutal, pese a lo desazonador de su entorno. Porque la
pobreza es el caldo de cultivo de la delincuencia.
¿Era yo quien
había declarado la guerra a la sociedad o la sociedad me la había declarado a
mí?
La
mayoría de la gente obedece la ley porque ha hecho suyas las ideas que la
rigen; es lo que aprendemos de nuestros padres y de la sociedad. Bunker no tuvo este control interior de
casi todos los niños. No podía borrar su pasado, pero aprendería de él. La
mayor parte de su vida la pasó preso, en libertad vigilada o condicional,
prófugo huyendo de la justicia. Nunca creyó que la cárcel sirviera para
reinsertar.
Si se va a
Harvard se conoce a gente bien distinta que en San Quintín. Todo en la vida se
basa en lo que ha sucedido antes.
Era
perseverante. He ganado muchas peleas
porque no me he rendido… y también he recibido algunas palizas por no saber
dejarlo a tiempo. Quería vivir con frenesí. Fue recopilando en su cerebro
la brutal psicología carcelaria, donde se puede matar a un recluso y no ser
descubierto, pero no se puede ser chivato
jamás, ni siquiera con un chivato.
Hay dos mundos
en los que los hombres se despojan de todas sus máscaras y dejan ver lo
descarnado de su ser: el campo de batalla y la cárcel ––reflexiona. La
mayoría de los delitos son actos de desesperación. Necesidad de dinero para
comprar droga. El enganche a la cocaína se convierte en una obsesión tan
terrible como una depresión que consume el alma entera.
Hizo
creer que era enajenado mental con dos intentos de suicidio.
Nuestro
hombre tenía un deseo inagotable de conocimientos. Leía seis horas por la
tarde-noche y una hora por la mañana. Cinco libros o más semanales. Apuntaba
las palabras que no entendía y después las miraba en el diccionario. El ansia
de transcendencia le salvaría la vida.
Todo
el mundo tiene suerte alguna vez. Bunker
cambió conforme cambiaron sus circunstancias. Había observado que Caryl Chessman, una celebridad
en San Quintín, había escrito su historia. Bunker, hasta entonces lector voraz, se pregunta “¿por qué no yo?”. A base de
constancia y dedicación, tras varios rechazos, le llegaría el sí editorial con
la primera versión de su novela No hay bestia tan
feroz.
“La
educación de un ladrón” es un libro que les recomiendo vivamente. Es un
desgarro con muchas reflexiones.
Por ejemplo: El autor defiende que la novela de
ficción explora la oscuridad y la profundidad del alma humana: “Una novela
normal puede iluminar resquicios desconocidos. Dostoievski te hace entender
mejor los pensamientos de un jugador o de un asesino que ningún psicólogo,
Freud incluido”.
El
mundo del preso es tan público, tan absolutamente desprovisto de intimidad, que
al principio uno añora estar a solas. El tiempo difumina esta necesidad y, al
final, se impone la actitud contraria: uno no se siente a gusto en solitario.
Solamente hago alguna
objeción. El libro es largo (seiscientas páginas que el autor pudo fácilmente acortar, prescindiendo de descripciones
paisajísticas y anécdotas de poco relieve) y con una letra de tamaño tan
pequeño que los ojos hacen chiribitas. Un suplicio que nos podía haber evitado
el editor.
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