CRITICA DE CINE. - Grupo salvaje (The Wild Bunch), de Sam Peckinpah (1969) 145’
Sinopsis: En Texas, poco
antes de la Primera Guerra Mundial, una banda de veteranos forajidos planea el
golpe con el que conseguirán el dinero suficiente para retirarse. El robo del
banco no tiene el éxito previsto y el grupo debe huir a México, donde
trabajarán para el general Mapache en el robo de una partida de armas.
Cincuenta años después de su estreno esta
melancólica balada de perdedores continúa siendo violenta. Fascinante, lírica,
un espectáculo hermoso, pero un modelo brutal. De una violencia casi
insoportable, hay una mirada de esperanza en los personajes de Peckinpah. Individuos perdedores y
rufianes ––parecen manejados por un destino fatal––, pero con ciertos valores.
Hasta los cazarrecompensas (sobreactuados) del film crean unos tipos
excéntricos y despreciables.
En momentos cruciales de Grupo
Salvaje, la banda sonora entona la nostálgica canción coral “La
Golondrina”:
“¿A dónde irá
veloz y fatigada la golondrina que de aquí se va?
Por si en el viento se hallara
extraviada buscando abrigo y no lo encontrara.
Junto a mi lecho le pondré su nido, en
donde pueda la estación pasar.
También yo estoy en la región perdido ¡Oh
cielo santo! Y sin poder volar”.
Se ha dicho que en el montaje de esta película había 3.462 cortes; en cualquier cinta, lo normal suele ser unos
seiscientos. El estilo de montaje de Peckinpah resultó innovador y muy
creativo. Una de las características suyas es introducir el uso de la cámara
lenta, para recrear el efecto de un balazo o cambiar los primeros planos a un
ritmo desbocado. Ya he dicho que Grupo salvaje es una película violenta; empieza y acaba con una
matanza. Pero el director interpreta la violencia y muestra el horror
que supone: el moderno invento de la
ametralladora siega vidas con una facilidad pasmosa. Otro ejemplo: en el
inicio, unos niños meten a un escorpión en un nido de hormigas, que lo empiezan
a picar. Ellos se complacen viéndolo sufrir; el alacrán se clava su aguijón en
la espalda, antes de que las hormigas se lo devoren vivo. Luego, los críos
prenden fuego…
Sam Peckinpah, durante su estancia en Hollywood, vivió una época de mucho cambio,
allá en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Era indio de
ascendencia; autodestructivo, adicto al alcohol y a la cocaína. Llegó a
declarar: “No soporto la estupidez”. Desmesurado, fueron famosas sus
peleas con los productores, que no le permitían montar sus películas como quería.
Su obra es un canto de rebeldía. En ella encontramos siempre tipos
marginados, inadaptados (como el propio director), supervivientes. Gente en el
límite, en una tierra sin héroes, perdedores sin causa. Vulnerables. En todos
ellos late su lirismo y la épica poética.
Para Peckinpah por encima de todo está la amistad y la lealtad, como última barrera de la decencia. El
protagonista Pike (asombroso William
Holden), no se lo piensa cuando uno de los suyos, herido y dolorido, le suplica
que lo remate. Y no permite distinciones: uno de sus hombres quiere que se le
pague menos a Ángel (mexicano con
sangre india); pero no lo acepta, es una injusticia.
Dutch (Ernest Borgnine, formidable figura), es humano, leal y valiente. Pike le
plantea el dilema de que ha dado su palabra y Duch se rebela: “¡Lo que importa es a quien se la des!”. Y cuando Pike comenta que ellos mismos no
son muy distintos del sádico Mapache (Emilio
Fernández), estalla: “No, no somos como
él; no ahorcamos a la gente”.
En el final, cuando deciden vengar a Ángel, Pike solo dice: ¡Vamos!
Y Lyle responde: ¿Por qué no?, reconociendo que su tiempo ha terminado y morir
como han vivido es lo más lógico.
Después de la cruenta batalla hay una escena hermosísima, en la que Deke (Robert Ryan) está abatido,
sentado en el suelo, la espalda en la pared y la mirada perdida en el
polvoriento poblado; mientras, los coros suben de tono entonando una vez más La Golondrina…
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