CRÍTICA DE LIBROS: La noche de los tiempos, de A. Muñoz Molina

Sinopsis de Editorial Seix Barral: Un día de finales de octubre de 1936 el arquitecto español Ignacio Abel llega a la estación de Pennsylvania, última etapa de un largo viaje desde que escapó de España, vía Francia, dejando atrás a su esposa e hijos, incomunicados tras uno de los múltiples frentes de un país ya quebrado por la guerra. Durante el viaje recuerda la historia de amor clandestino con la mujer de su vida y la crispación social y el desconcierto previo que precedieron al estallido del conflicto fratricida.

La noche de los tiempos es una gran novela de amor ambientada en el inicio de la guerra civil española. Por ella transitan personajes reales (Negrín, Moreno Villa, Bergamín...) y personajes de ficción, tejiendo una red colectiva que contextualiza la vivencia personal de un solo individuo y convirtiendo la narración en una sinfonía de asociaciones y sugerencias, en la caja de resonancia de toda una época. Este libro inolvidable de Antonio Muñoz Molina, y, sin duda alguna, un texto único sobre las raíces de la sociedad en que vivimos: la confrontación entre la desvalida necesidad personal de amor y la feroz carnavalada sangrienta de los fanatismos ideológicos que arrasan el mundo moderno.

La mayor aportación que a la narrativa sobre la guerra civil española haya hecho autor nacido después de la contienda.

*  *  *

Hace poco escribí que Muñoz Molina (junto a Luis Landero y Fernando Aramburu) era lo más granado del panorama actual de novela española. Pues bien, unos estupendos amigos me han sugerido ––con entrañable insistencia–– que hiciera la crítica de esta novela publicada en 2009. La amistad supone afinidades y les complazco de buen grado.

Les diré que es un libro que hay que leer. Imprescindible-

La novela comienza con unas hermosas palabras de Manuel Azaña y otras de Pedro Salinas. Es octubre de 1936; tres meses después del alzamiento de Franco. Madrid es republicana.

A Muñoz Molina hay que saborearlo tranquilamente. Porque va desgranando noticias, sucesos, recuerdos, sentimientos… y hábitos de la vida cotidiana del Madrid de aquella época. Así, pongo por caso, va narrando la fascinación de cierto maestro de escuela por una peonza, una cerilla, el asa de una jarra, la aguja de coser, el metro plegable que lleva el carpintero… e invita a sus alumnos a que descubran la belleza de lo sencillo.

Nos habla de los políticos y de sus seguidores; apunta que no tenían ideas, tenían uniformes: falangistas, socialistas, camisas negras, pardas o azules. Todos desfilaban por la capital marcando el paso, apretando los puños y apretando los dientes. Se declaraban enemigos, pero los rituales funerarios tenían una similitud extraordinaria. Cuando unos mataban a un rival, la solemnidad de las exequias era idéntica: asistencia multitudinaria, banderas, discursos enardecidos, enfrentamientos… Madrid era una ciudad de entierros y corridas de toros. Por la calle de Alcalá subían casi cada tarde muchedumbres camino de la plaza de toros o del cementerio del Este.

La revolución social quería que fueran los trabajadores los que mandaran en el mundo. Que no hubiese explotadores ni explotados. Con todo, los terratenientes preferían perder la cosecha antes de pagar jornales decentes a los trabajadores: “¡Comed República!” Les soltaban.

Los pasajes entre el personaje Eutimio e Ignacio Abad son memorables.  Dos hombres con parecidas ideas. Pero el segundo trabajaba sin pasar sol o frío e iba en automóvil y el otro andando; Abel llevaba buenos zapatos de piel y Eutimio alpargatas; sombrero el uno y gorra el otro. Si alguno de los hijos de Abad se ponía malo no lo llevaría al hospital de la Beneficencia sino a un buen médico y a un hospital de la Sierra. Uno es un trabajador y el otro un obrero.

El Frente Popular (“un gobierno de señoritos burgueses que mandan gracias al voto obrero”) había ganado las elecciones hacía sólo tres meses. Ya no quieren una República, ahora quieren una revolución soviética como en Rusia. El primero de mayo se llenaba de banderas rojas con hoces y martillos, con retratos de Lenin y Stalin. Ni una sola bandera de la República. La República es muy bonita, pero no da de comer.

Las necesidades más básicas de la gente no estaban atendidas. Había que conseguir mejor alimentación, mejor calzado, más leche para los niños, buenas escuelas, salarios decentes, más higiene y calefacción para el invierno; agua corriente y electricidad saludable…

Los obreros pasaban grandes estrecheces, incluso miseria. Y, en esas circunstancias, ni tenían paciencia ni juicio. Todo no podía arreglarse de golpe. La República apenas tenía cinco años. Si a las derechas no le gustaba el resultado de las elecciones, se levantaban en armas contra el gobierno legítimo salido de las urnas. Ese era el panorama: Un hombre, una pistola, en lugar de un hombre, un voto.

¿Se levantarían los militares? ¿Se les adelantarían las izquierdas, como en la revolución bolchevique?

Como había apuntado Indalecio Prieto “un país puede soportarlo todo, hasta la revolución, pero no el desorden permanente y sin sentido”. La gente decía que había perdido la fe en la República como si le hubieran rezado a un santo o a una virgen y, como no tenían aún reforma agraria, ni amnistía ni comunismo querían tirar al pozo al santo que no les trajo la lluvia después de la rogativa.

Media España no había salido del feudalismo y algunos (como el diario “Claridad”) quieren ya acabar con la burguesía, que apenas existe”.

Azaña había dicho: “No se puede hacer nada. Nosotros mismos somos nuestros peores enemigos”.

El país era ”un gran manicomio y un gran matadero. No tenemos ejército, ni disciplina. Casi no tenemos gobierno”.

Las descripciones de la barbarie cometida en tiempos de guerra son despiadadas, crueles hasta el vómito, irracionales, totalmente injustificables. De verdad, nunca había leído en libro alguno un relato de escenas urbanas y bélicas tan descorazonador. En ese sentido es impagable el trabajo del admirado Antonio Muñoz Molina.

*   *   *

No quisiera terminar sin exponer un vicio en el que lleva años incurriendo este escritor. Me refiero a su absurda costumbre de incluir frases en inglés (sin venir especialmente a cuento, innecesariamente y –sobre todo– sin traducir ni dar pistas al lector sobre el sentido de la frasecita). Por citar un ejemplo, el diálogo que transcribo:

“––No es que fuera difícil. Your name carries weight even this far into the Woods. Había que buscar una solución, aunque fuera provisional, un respiro para ustedes dos”. 

Y el autor se queda tan pancho. Son frases de este tipo, no expresiones tópicas o lugares comunes. No. Son expresiones difíciles y nada triviales para nosotros. Les diré que el traductor a español me indica que las palabras en cursiva significan: “Tu nombre tiene peso incluso tan lejos del bosque”. Y uno se llena de consternación. ¿Era necesario colocar la cita de marras? Si tuviere algún otro giro o justificación en inglés (que el autor no nos dice), más a mi favor.

Es inexplicable esta manía peculiar de meter tropezones en cuanto se le presenta la ocasión y es muy extraño que la Editorial se lo consienta, desde hace muchos años.

Por su enorme calidad (y teniendo presentes las objeciones apuntadas), deben leer esta novela porque es lo mejor que se ha escrito sobre nuestra Guerra incivil.

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